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Tinacos y trasvases de una hidrópolis, una batalla invisible

Tinacos y trasvases de una hidrópolis, una batalla invisible

por Santiago Echarri Cotler | Ago 24, 2024 | Espejo, No. 11 Agua

El territorio central de México está cruzado, desde el Pacífico hasta el Atlántico, por el eje neovolcánico transversal, donde se encuentran las principales cumbres y ríos del país. Gracias a la riqueza mineral del suelo formado por cenizas volcánicas y al abundante agua de los ríos, se formó una zona apta para los asentamientos urbanos, habitada hasta la actualidad por más de la mitad de la población total de la nación.

La Cuenca del Valle de México, formada por una milenaria actividad volcánica, cerró cualquier posibilidad de escape para el agua. La ciudad se fundó en la región sur-oriente de la cuenca, en el lecho de cinco grandes lagos rodeados de volcanes que aún exhalan bajo tierra. Aunque hoy no haya más lagos, los ríos corran bajo el asfalto y la accidentada topografía se haya poblado, todavía existen vestigios de aquel pasado acuático.

En la modificación de este territorio la infraestructura ha sido protagónica, convirtiendo los ciclos hídricos en hidráulicos, en un devenir que transforma lo natural en cultural. Así, la ciudad ha borrado paulatinamente su correlato con el agua, usando infraestructuras que la ocultan y expulsan al exterior de la cuenca, por lo cual es fundamental revisarlas, ya que estas determinan la forma en que comprendemos el agua y nos vinculamos con ella.

Para Manuel Perló “el agua constituye el principal hilo conductor de la historia de la Ciudad de México”. La ciudad prehispánica tuvo grandes retos para abastecer de agua potable a su población. El agua salobre de los lagos no era apta para consumo, por lo que desde tiempos precolombinos existieron tecnologías encargadas de abastecer el recurso. Grandes albarradones se encargaban de separar el agua salada y dulce de los lagos, controlaban las inundaciones y transportaban sobre ellos los primeros acueductos que traían agua a la metrópoli. Desde el siglo XVI hasta el XIX se aprovechó el agua de los manantiales en Chapultepec, Santa Fe y el Desierto de los Leones, con acueductos arqueados que la llevaban hasta fuentes públicas.

Paradójica contradicción: expulsamos agua por desagües, al mismo tiempo que la importamos para el suministro.

En el porfiriato comenzó la extracción del agua en Xochimilco. El proyecto de Manuel Marroquín y Rivera logró transportar el agua (mediante bombas centrífugas accionadas por motores eléctricos) desde el sur de la ciudad hasta los depósitos elevados en Chapultepec. Durante las primeras décadas del siglo pasado fueron sustituidas las fuentes de suministro superficiales por la extracción subterránea del agua; posteriormente se añadió la importación desde cuencas externas.

En el siglo XIX aparece el concepto de infraestructura, y también la idea de que el agua traída a la ciudad debe abandonarla por sus cloacas, parafraseando a Ivan Illich en H20 y las aguas del olvido. El papel que jugó la propia infraestructura fue, por un lado, adecuar el territorio a las necesidades urbanas y no (como en tiempos prehispánicos), adecuar las ciudades a las lógicas del territorio. Por el otro, las infraestructuras, como su propio prefijo lo apunta, han invisibilizado el agua y su gestión de nuestra cotidianidad.

Desaparecieron las fuentes superficiales que abastecían a la ciudad y las infraestructuras hidráulicas que conservaban una presencia pública del agua. Se sustituyeron los acueductos por tuberías subterráneas, los canales abiertos se cegaron, los lagos, después de cuatro siglos de desagüe, comenzaron a desaparecer. Para la década de los 50, los ríos se entubaron, dando cabida a los viaductos, ejes de agua que antes cruzaban la ciudad se destinaron al flujo vehicular, mezclando en sus entrañas el agua de río con los drenajes urbanos. Una radical transformación.

Las monumentales estructuras para el manejo hídrico, paradójicamente, pasan inadvertidas. Las presas y vasos de regulación se esconden detrás de muros y rejas, ocultando las huellas del ciclo hídrico hasta que se hacen presentes con las inundaciones. No es posible reconocer las fuentes de agua que nos abastecen; la importación de agua de cuencas vecinas ocurre por tuberías subterráneas y los pozos de extracción no son parte del entramado urbano.

Cada ciudadano debe almacenar agua cuando hay, para poder consumirla cuando la necesite.

Existe una paradójica contradicción: expulsamos el agua por desagües, al mismo tiempo que la importamos para el suministro. Este modelo de circulación lineal tiene graves consecuencias. La explotación de cuencas externas incrementa la vulnerabilidad hídrica de comunidades agrícolas e indígenas, lo cual resulta altamente costoso y exige enormes cantidades de energía. Una vez usada el agua, y después de su traslado de hasta 300 kilómetros, se mezcla con los caudales pluviales y fluviales y, mediante un sistema de túneles interceptores y emisores, se expulsa de la ciudad. Esto implica una frecuente saturación del drenaje, que en la temporada de lluvias se ve constantemente sobrepasado.

El agua limpia que se forma en los manantiales o cae del cielo recibe el mismo trato que el agua del drenaje. Si bien la mayor parte del agua de lluvia se evapora o infiltra, el volumen aprovechable rebasa el que extraemos del subsuelo o importamos de otras cuencas. No se aprovecha este recurso para las redes de suministro, convirtiéndose en una amenaza de inundación.

Con este costoso modelo de importación de agua y explotación del acuífero no se logra un suministro adecuado y constante. Desde mediados del siglo pasado se ha probado su ineficiencia en la gestión del recurso, y una muestra insuperable de esto es narrada por Vicente Leñero en su novela La gota de agua, donde escribe:

“Yo miraba las azoteas. Tinacos cúbicos, tinacos ovoides, tinacos esféricos, tinacos de todas formas y tamaños coronando las azoteas de la colonia y de la ciudad entera. Nunca reparé en esa obviedad: había tantos tinacos como casas, como viviendas, como antenas de televisión… Sólo en los barrios residenciales algunos constructores se preocupan en ocultar dentro de cajones de concreto los horribles tinacos como si se tratara de ocultar un defecto, una ampolla, un grano”.

Lograr un vínculo diferente con el agua requiere la implementación de nuevas infraestructuras.

Leñero descubre en el paisaje algo que para los chilangos resulta invisible por cotidiano: los tinacos, la última y más cercana pieza del conjunto de infraestructuras que median nuestra relación con el agua. La presencia extendida de este elemento es el mejor indicador para comprobar las deficiencias del sistema actual, su poca confiabilidad y sus grandes carencias. En ciudades con redes confiables, el uso de tinacos y cisternas (modelo conocido como suministro por aforo) se abandonó en la década de los 50. Su permanencia en el paisaje de la ciudad refleja que el agua no ha logrado garantizarse con plenitud, por lo que cada ciudadano tiene que buscar almacenar el agua cuando hay, para poder consumirla cuando la necesite.

¿Qué infraestructuras nos permiten imaginar alternativas en la gestión del agua? Las presas, que tienen la función de regular el agua de los ríos para conducirlos al drenaje, podrían habilitarse para almacenar el agua, tratarla y aprovecharla en la red de suministro. Los viaductos donde fluyen por una misma tubería drenajes y ríos, podrían convertirse, mediante la construcción de un drenaje secundario y paralelo exclusivo para las aguas negras, en vialidades y calles completas, con vías para el flujo vehicular y, de forma simultánea, en canales abiertos y espacios para el esparcimiento público.

Ahora es necesario un modelo de circulación cerrado, donde el agua tenga la posibilidad de limpiarse e infiltrarse al subsuelo, dándole una textura permeable a nuestras calles, plazas y parques; así tendría la capacidad de mantener continuamente una recarga significativa del acuífero. La solución no está en la idea nostálgica de una ciudad entre lagos, pero pequeñas y grandes acciones pueden transformar radicalmente nuestra relación con el territorio y el agua.

Santiago Echarri Cotler

Universidad Politécnica de Cataluña

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