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Dormir para vivir: el papel del sueño en un envejecimiento saludable

Dormir para vivir: el papel del sueño en un envejecimiento saludable

por Nadia A. Rivero-Segura  •  Luis A. Espinosa Arreola | Ago 31, 2025 | Espejo, No. 16 La nueva ciencia del envejecimiento

Antes de comenzar a leer este artículo, pregúntate: ¿cómo dormí anoche? Y una vez que termines, vuelve a hacerte la misma pregunta. Dormir bien no solo nos hace sentir descansados: el sueño es un proceso esencial para la salud humana. Ocupa aproximadamente un tercio de nuestra vida y es crucial para que el cuerpo y la mente funcionen de forma óptima.


Durante el sueño consolidamos la memoria, regulamos nuestras emociones, restauramos tejidos y equilibramos funciones clave como el apetito y el metabolismo. De hecho, dormir bien es tan importante que su ausencia se ha vinculado con enfermedades muy comunes en la vejez, como las cardio-vasculares, las neurodegenerativas (como el Alzheimer o el Parkinson), la diabetes tipo 2 y diversos trastornos del estado de ánimo.


Pero ¿qué hace que el cuerpo sepa cuándo debe dormir? Dentro de nosotros habita un “reloj biológico” que regula el ciclo de sueño y vigilia en sincronía con la luz del día. Este reloj se encuentra en el núcleo supraquiasmático, una pequeña región del cerebro que, como un marcapasos, recibe señales luminosas desde los ojos y coordina múltiples procesos: desde la temperatura corporal hasta la liberación de hormonas como la melatonina, que nos prepara para descansar, o el cortisol, que nos mantiene alertas por la mañana. Cuando este ritmo se altera, todo el sistema pierde armonía.

La falta de sueño está relacionada con enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, demencia y depresión.

Aunque durante mucho tiempo se pensó que el sueño era un estado pasivo, hoy se sabe que es un proceso dinámico, complejo y profundamente activo. Mientras dormimos, se reorganizan nuestras redes neuronales, lo que favorece el aprendizaje y el procesamiento de la información. A nivel físico, el cuerpo repara tejidos, genera nuevas proteínas, fortalece músculos y refuerza el sistema inmune mediante la liberación de citocinas, unas proteínas que coordinan la defensa celular.


Un ejemplo extremo que ilustra la importancia del sueño es el caso de Randy Gardner, un joven de 17 años que en 1964 permaneció despierto durante 264 horas (11 días) como parte de un experimento escolar. Aunque siguió haciendo tareas cotidianas, los efectos de la privación no tardaron en manifestarse: alucinaciones, cambios de humor, pérdida de memoria a corto plazo y problemas motores. Su caso demostró lo frágil que se vuelve el organismo cuando se le priva de descanso.


Ahora bien, ¿cómo cambia el sueño a medida que envejecemos? Muchas personas mayores suelen decir “ya no duermo como antes”, y no es casualidad. El envejecimiento afecta directamente la calidad del sueño. Esto ocurre en parte porque el reloj biológico se va volviendo menos preciso: las señales químicas que regulan los ritmos circadianos disminuyen, se produce menos melatonina y se vuelve más difícil conciliar el sueño o mantenerlo sin interrupciones.

El sueño es un proceso activo y esencial para la salud física y mental, y su calidad impacta directamente en el bienestar de las personas mayores.

También cambian las etapas del sueño, en particular, disminuye el sueño profundo (fase no REM), que es el más restaurador. Esto puede dificultar la consolidación de la memoria y aumentar el riesgo de deterioro cognitivo, incluso contribuyendo al desarrollo de enfermedades como la demencia. A ello se suman factores psicológicos como la ansiedad o la soledad, comunes en esta etapa de la vida, que alteran la liberación de hormonas como el cortisol y dificultan aún más el descanso. El resultado es un círculo vicioso: menos sueño incrementa el estrés, y más estrés impide dormir.


Por si fuera poco, con el envejecimiento aumentan las enfermedades crónicas que también afectan el sueño. Dolencias como la artritis generan dolor constante; la diabetes puede interrumpir el des-canso con idas frecuentes al baño; y las enfermedades cardíacas o respiratorias dificultan la respiración nocturna. A esto se suma el uso de múltiples medicamentos, algo habitual en adultos mayores. Algunos, como los diuréticos, interrumpen el sueño; otros, como los broncodilatadores o ciertos antidepresivos, pueden provocar insomnio o alterar las fases del descanso. Cuando se combinan varios fármacos —lo que se conoce como polifarmacia— los efectos secundarios pueden intensificarse y comprometer la calidad del sueño aún más.


Afortunadamente, hay muchas acciones cotidianas que pueden ayudarnos a dormir mejor. Una alimentación rica en triptófano —presente en alimentos como el plátano, los frutos secos, los lácteos o el pavo— favorece la producción de serotonina y melatonina, claves para el sueño. La actividad física regular ayuda a reducir el estrés, pero debe hacerse preferentemente durante el día, ya que ejercitarse de noche puede dificultar el descanso. También es importante limitar el consumo de cafeína por la tarde y evitar el alcohol cerca de la hora de dormir, pues aunque induce somnolencia, interrumpe las fases más profundas del sueño.


Finalmente, reducir la exposición a pantallas antes de acostarse puede marcar una gran diferencia: la luz azul que emiten altera el reloj biológico al suprimir la melatonina.

Nadia A. Rivero-Segura

Dirección de Investigación, Instituto Nacional de Geriatría (INGER)

Luis A. Espinosa Arreola

Dirección de Investigación, Instituto Nacional de Geriatría (INGER)

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