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Tras el bosón de Higgs. De la teoría, a colisiones y cómputo distribuido

Tras el bosón de Higgs. De la teoría, a colisiones y cómputo distribuido

por Luis Roberto Flores Castillo | Jun 30, 2024 | Espejo, No. 10 Semillas de la realidad

El bosón de Higgs es un elemento crucial de la estructura del Modelo Estándar. Su predicción teórica surgió de la observación de que las simetrías de los objetos matemáticos con que describimos la naturaleza son absurdamente importantes. Por ejemplo, al extender una de las simetrías observadas en la descripción de los electrones (partículas de materia), somos forzados a introducir una partícula nueva que resulta ser el fotón (la partícula de luz, mediadora de la interacción electromagnética), con todas sus propiedades intrínsecas y las de su interacción con los electrones.

De igual forma, al preguntarnos qué sucede si extendemos la siguiente simetría posible (para quienes quieran buscar más información, su nombre es SU(2)), es inevitable introducir tres partículas, que se convierten en las mediadoras de la interacción nuclear débil, y, al andar un escalón más y preguntarnos qué pasaría si hacemos lo mismo con la siguiente simetría, (SU(3)) obtenemos ocho campos… que son, exactamente, los gluones.

Sin matemáticas es muy difícil capturar lo simple pero sorprendente de estas relaciones; es como si, tras años de trabajo para comprender la arquitectura de una ciudad, uno descubriera que basta una sola regla para traducir todo lo aprendido sobre esos edificios, iglesias y jardines; en conocimiento detallado acerca de las emociones, amoríos y aventuras de sus habitantes.

A principios de los años sesenta, esta maquinaria matemática permitía predicciones sorprendentemente precisas, pero había un gran problema: las simetrías que dan sustento a toda la estructura, sólo pueden existir en un Universo sin masa, lo cual definitivamente no es el caso del nuestro.

¿Cómo se demuestra la existencia de un campo cuántico? ¡Sacudiéndolo!

En 1964, varios investigadores (entre ellos Peter Higgs) descubrieron que el problema se resuelve introduciendo un nuevo objeto en nuestra descripción: el llamado “campo de Higgs” (un “campo cuántico” de los que menciona Lorenzo Díaz en su artículo) que debe ser muy distinto a los demás campos: por ejemplo, el estado base (o de mínima energía) del campo de electrones corresponde a un valor cero; por otro lado, para dar masa a las demás partículas en cualquier lugar (y tiempo) en que estas se encuentren, el campo de Higgs debe ser distinto de cero en todo el universo. Esto implica que no se trata simplemente de un garabato adicional a incluir en las ecuaciones, sino de un objeto que, de existir, abarcaría todo el espacio, desde el inicio hasta el final del tiempo, es decir, del objeto más grande concebible en el Universo.

En las ecuaciones en papel, esta solución al conflicto entre simetría y masa era simple y clara, pero (como decía H.L. Mencken) para todo problema complejo hay una solución que es clara, simple… y errónea. La naturaleza bien podría haber usado otra forma, imaginable o no para nosotros —y tal vez mucho más económica— de acomodar las cosas; la única manera de determinar si habíamos dado con la solución correcta era buscar evidencia experimental de la existencia del campo de Higgs.

¿Cómo se demuestra la existencia de un campo cuántico? Sacudiéndolo con energía suficiente para generar la partícula correspondiente, en este caso, el bosón de Higgs. La importancia de su descubrimiento radica, pues, en que constituye la evidencia de que el campo de Higgs existe, y de que, por consiguiente, la descripción del origen de la masa es básicamente correcta.

Para conseguirlo fue necesario un acelerador de 27 km de circunferencia, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés), situado en la frontera entre Francia y Suiza, donde dos haces de protones se hacen circular en direcciones contrarias casi a la velocidad de la luz, para hacerlos chocar en el centro de grandes detectores de partículas. Explicar cómo es la tecnología necesaria para producir estas colisiones, y detectar las partículas producidas requeriría un número completo de Obsidiana… que vendrá pronto.

Para detectar las partículas más inusuales es necesario producir una enorme cantidad de colisiones.

A la fecha, es imposible hacer chocar un protón contra otro; son demasiado pequeños como para hacerlos coincidir; en vez de eso, para conseguir que haya choques entre protones preparamos “nubes” con una gran cantidad de protones, y son esas nubes las que se colisionan.

Cada nube contiene alrededor de cien mil millones de protones, y usando campos electromagnéticos obligamos a cada nube a tomar la forma de una aguja de unos diez centímetros de largo por 30 micras de diámetro (es decir, alrededor de un tercio del diámetro del cabello humano). El problema técnico es enorme, pues, siendo todos positivos, los protones dentro de cada nube ejercen (y reciben) una enorme fuerza de repulsión eléctrica que tiende a disgregar el grupo.

El número de protones en cada nube es similar al número de estrellas en nuestra galaxia. Imaginemos dos de estas nubes o galaxias, cada una con cien mil millones de objetos concentrados en un diámetro de 30 micras, chocando una contra otra. ¿Cuántos protones de cada nube crees que encuentran un protón de la nube contraria para chocar con él? ¿Millones? ¿Miles? En promedio, durante el periodo en el que se hizo el descubrimiento, sólo alrededor de veinte. La razón de que el número sea tan pequeño es precisamente que los protones son tan extremadamente diminutos que, pese a que 30 micras de diámetro nos parecen muy poco espacio, esos cien mil millones de protones ocupan una fracción muy pequeña del área correspondiente.

Una de las características más extrañas, y más sólidamente establecidas, de las reglas que rigen el mundo subatómico es su carácter probabilístico, por el que, aunque pudiéramos reproducir con toda exactitud las condiciones iniciales de un experimento, el resultado es incierto. Una consecuencia de esto es que, para detectar las partículas más inusuales (o las nunca antes vistas) es necesario producir una enorme cantidad de colisiones, pues sólo de esa manera podemos, primero, producir el objeto esperado y, segundo, medir su frecuencia de aparición (y sus propiedades).

El número de protones en cada nube es similar al número de estrellas en nuestra galaxia.

Por ello, el número de colisiones se lleva al extremo permitido por la tecnología usada. En el caso del LHC, las nubes de protones se hacen chocar 40 millones de veces por segundo, y fue necesario utilizar los datos recabados durante un año de operaciones para obtener evidencia suficiente de que el catálogo de la naturaleza incluye al bosón de Higgs.

El autor con Peter Higgs y con Sau Lan Wu en CERN, el 4 de julio de 2012 (día del anuncio del descubrimiento).

Por si lo anterior no fuera suficiente, hay una complicación adicional: la cantidad de datos generados. La velocidad de cada protón, que gracias a la archifamosa ecuación E=mc2 puede producir una partícula mucho más masiva que los protones originales (por ejemplo, el bosón de Higgs), también provoca que, en la gran mayoría de los casos, se produzcan cientos de partículas de masas menores. Cada partícula atraviesa una docena de detectores y deja, en cada uno, señales electrónicas. Si consolidamos todo lo anterior (40 millones de cruces de nubes por segundo, 20 colisiones protón-protón por cada cruce, cientos de partículas por colisión, decenas de datos por partícula) resulta imposible guardar la información de todas las colisiones, por lo que se almacenan sólo las más interesantes. ¿Cuántas? Aproximadamente una de cada millón de colisiones. Sin embargo, pese a este enorme factor de reducción, al momento del descubrimiento se habían almacenado unos 120 millones de gigabytes.

El análisis de esta cantidad de datos requiere sistemas especiales para que, en lugar de que los investigadores los copiemos en una computadora de nuestro propio instituto (pues difícilmente cabrían incluso en un centro de cómputo de tamaño mediano), lo que hacemos es enviar sólo el segmento mínimo indispensable de código a los centros de cómputo que almacenan los datos (unos 170 centros de cómputo distribuidos en 40 países, que sumaban alrededor de 250 mil procesadores al momento del descubrimiento). Estos “segmentos mínimos” se incorporan al software que descifra y procesa los datos (preinstalado en los centros de cómputo), y se ejecutan en paralelo en gran cantidad de procesadores, lo que permite completar el cálculo en cuestión de días o incluso de horas.

Con estas herramientas, y gracias al trabajo de miles de técnicos, ingenieros e investigadores en el LHC, los centros de cómputo distribuido y los detectores ATLAS y CMS, la búsqueda concluyó exitosamente con el anuncio, en 2012, del descubrimiento de aquella extraña partícula predicha medio siglo atrás.

En el siguiente artículo (Mi historia del descubrimiento del bosón de Higgs), Sau Lan Wu describe, entre otras cosas, la enorme satisfacción de ver culminada esta larga y extraordinaria aventura.

Luis Roberto Flores Castillo

Universidad China de Hong Kong

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